dimanche 8 janvier 2017

Globalizacion, Giovanni Arrighi

Giovanni ARRIGHI
La globalización, la soberanía estatal 
y la interminable acumulación del capital 

Versión revisada de la ponencia presentada en la Conferencia sobre “Estados y Soberanía en la Economía Mundial,” Universidad de California, Irvine, del 21 al 23 de febrero de 1997. Con el agradecimiento del autor a Beverly Silver, David Smith, Dorie Solinger y Steven Topik por sus muy útiles comentarios sobre la anterior versión del texto. Publicado en Iniciativa Socialista número 48, marzo 1998, con el agradecimiento de la revista al autor por autorizar la traducción y publicación del trabajo. 

“Los tiempos de cambio son también tiempos de confusión”, observa John Ruggie. “Las palabras pierden su significado habitual, y nuestros pasos se vuelven inseguros sobre el que era, anteriormente, un terreno conocido” (1994: 553). Cuando lo que buscamos es caminar firmemente sobre conceptos aparentemente bien establecidos, como Stephen Krasner (1997) hace con el de “soberanía”, descubrimos que su uso tradicional está en sí mismo preso en una confusión irremediable. Y cuando acuñamos nuevos términos, tales como “globalización”, para capturar la novedad de las condiciones emergentes, agravamos la confusión con un vertido negligente de vino viejo en nuevas botellas. El propósito de este trabajo es mostrar que, a fin de aislar lo que es verdaderamente nuevo y anómalo en las transformaciones en marcha del capitalismo mundial y en la soberanía estatal, debemos previamente reconocer qué aspectos clave de estas transformaciones no son totalmente nuevos o lo son en cierto grado pero no en su naturaleza. 

Comenzaré por argumentar que mucho de lo que se conoce con la denominación de “globalización” ha sido de hecho una tendencia recurrente del capitalismo mundial desde el inicio de los tiempos modernos. Esta recurrencia hace que la dinámica y el (los) resultado(s) probable(s) de las transformaciones actuales sean más predecibles de lo que serían si la globalización fuera un fenómeno nuevo, como piensan muchos observadores. Por tanto, yo desplazaré mi atención al modelo evolutivo que ha permitido al capitalismo mundial y al sistema subyacente de estados soberanos llegar a ser, como señala Immanuel Wallerstein (1997), “el primer sistema histórico en incluir el globo entero dentro de su geografía”. Mi pretensión será destacar que la auténtica novedad de la ola actual de globalización es que este modelo evolutivo se encuentra ahora en un “impasse”. Concluiré especulando sobre las salidas posibles de este “impasse” y sobre los tipos de nuevo orden mundial que pueden surgir como resultado de los recientes procesos de acumulación de capital a escala mundial en el Este de Asia. 

Como han señalado los críticos del concepto de globalización, muchas de las tendencias que abarca ese nombre no son nuevas del todo. La novedad de la llamada “revolución de la información” es impresionante, “pero la novedad del ferrocarril y el telégrafo, el automóvil, la radio, y el teléfono impresionaron igualmente en su día” (Harvey, 1995: 9). Incluso la llamada “virtualización de la actividad económica” no es tan nueva como puede parecer a primera vista. 

Los cables submarinos del telégrafo desde la década de 1860 en adelante conectaron los mercados intercontinentales. Hicieron posible el comercio cotidiano y la formación de precios a través de miles de millas, una innovación mucho mayor que el advenimiento actual del comercio electrónico. Chicago y Londres, Melbourne y Manchester fueron conectados en tiempo real. Los mercados de obligaciones también llegaron a estar estrechamente interconectados, y los préstamos internacionales a gran escala tanto inversiones de cartera como directas- crecieron rápidamente durante este período (Hirst, 1996: 3). 

En efecto, la inversión directa extranjera creció tan rápidamente que en 1913 supuso por encima del 9% del producto mundial -una proporción que todavía no había sido superada al comienzo de la década de 1990 (Bairoch y Kozul-Wright, 1996: 10). Similarmente, la apertura al comercio exterior -medido por el conjunto de importaciones y exportaciones en proporción del PIB- no era notablemente mayor en 1993 que en 1913 para los grandes países capitalistas, exceptuando a los Estados Unidos (Hirst 1996: 3-4). 

Seguramente, como resaltan desde perspectivas diferentes las aportaciones de Eric Helleiner (1997) y Saskia Sassen (1997), la más espectacular expansión de las últimas dos décadas, y la mayor evidencia en el arsenal de los defensores de la tesis de globalización, no ha estado en la inversión directa extranjera o en el comercio mundial sino en los mercados financieros mundiales. Señala Saskia Sassen que “desde 1980 el valor total de los activos financieros ha aumentado dos veces y media más rápido que el PIB agregado de todas las economías industriales ricas. Y el volumen de negocio en divisas, obligaciones y participaciones de capital ha aumentado cinco veces más rápido”. El primero en “globalizarse”, y actualmente “el mayor y en muchos sentidos el único auténtico mercado global” es el mercado de divisas. Las transacciones por cambio de divisas fueron diez veces mayores que el comercio mundial en 1983; sólo diez años después, en 1992, esas transacciones eran sesenta veces mayores” (1996: 40). En ausencia de este explosivo crecimiento de los mercados financieros mundiales, probablemente no hablaríamos de globalización, y seguramente no lo haríamos hablando de un nuevo rumbo del proceso en marcha de reconstrucción del mercado mundial producido bajo la hegemonía de Estados Unidos como resultado de la Segunda Guerra Mundial. Después que todo: 

Bretton Woods era un sistema global, así que lo que realmente ha ocurrido ha sido un cambio desde un sistema global (jerárquicamente organizado y en su mayor parte controlado políticamente por los Estados Unidos) a otro sistema global más descentralizado y coordinado mediante el mercado, haciendo que las condiciones financieras del capitalismo sean mucho más volátiles e inestables. La retórica que acompañó a este cambio se implicó profundamente en la promoción del término” globalización” como una virtud. En mis momentos más cínicos me encuentro a mí mismo pensando que fue la prensa financiera la que nos llevó a todos (me incluyo) a creer en la “globalización” como en algo nuevo, cuando no era más que un truco promocional para hacer mejor un ajuste necesario en el sistema financiero internacional (Harvey, 1995: 8). 

Truco o no, la idea de globalización estuvo desde el comienzo entretejida con la idea de intensa competencia interestatal por la creciente volatilidad del capital y por la consiguiente subordinación más estricta de la mayoría de los estados a las dictados de las agencias capitalistas. No obstante, es precisamente en este aspecto donde las tendencias actuales recuerdan más la belle époque del capitalismo mundial, entre finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Como reconoce la misma Sassen: 

En muchos aspectos el mercado financiero internacional desde finales del siglo XIX hasta la primera guerra mundial fue tan masivo como el de hoy...El alcance de la internacionalización puede observarse en el hecho de que en 1920, por ejemplo, Moody calificaba obligaciones emitidas por alrededor de cincuenta gobiernos para obtener fondos en los mercados de capitales de EEUU. La Depresión supuso un radical declive de esta internacionalización, hasta el punto de que sólo muy recientemente Moody ha vuelto a calificar de nuevo las obligaciones de tantos gobiernos (1996: 42-3). 

En suma, los defensores cuidadosos de la tesis de la globalización coinciden con sus críticos en no considerar las transformaciones actuales como una novedad, a excepción de su escala, alcance y complejidad. Sin embargo, como he argumentado y documentado en otra parte (Arrighi, 1994), las especificidades de las transformaciones actuales sólo pueden apreciarse completamente mediante un alargamiento del horizonte de tiempo de nuestras investigaciones para comprender la vida entera del capitalismo mundial. En esta perspectiva más larga, la “financierización”, el aumento de la competencia interestatal por la movilidad del capital, el rápido cambio tecnológico y organizacional, las crisis estatales y la inusitada inestabilidad de las condiciones económicas en que operan los estados nacionales -tomados de forma individual o conjuntamente como componentes de una particular configuración temporal, todos estos son aspectos recurrentes de lo que he llamado “ciclos sistémicos de acumulación”. 

En cada uno de los cuatro ciclos sistémicos de acumulación que podemos identificar en la historia del capitalismo mundial desde sus más tempranos comienzos en la Europa medieval tardía hasta el presente, los períodos caracterizados por una expansión rápida y estable de la producción y el comercio mundial invariablemente terminan en una crisis de sobreacumulación que hace entrar en un período de mayor competencia, expansión financiera, y el consiguiente fin de las estructuras orgánicas sobre las que se había basado la anterior expansión del comercio y la producción. Tomando prestada una expresión de Fernand Braudel (1984: 246) - el inspirador de la idea de los ciclos sistémicos de acumulación - estos períodos de competición intensificada, expansión financiera e inestabilidad estructural no son sino “el otoño” que sigue a un importante desarrollo capitalista. Es el tiempo en el que el líder de la expansión anterior del comercio mundial cosecha los frutos de su liderazgo en virtud de su posición de mando sobre los procesos de acumulación de capital a escala mundial. Pero es también el tiempo en el que el mismo líder es desplazado gradualmente de las alturas del mando del capitalismo mundial por un emergente nuevo liderazgo. Esta ha sido la experiencia de Gran Bretaña entre el final del siglo diecinueve y el comienzo del veinte; de Holanda en el siglo dieciocho, y de la diáspora capitalista genovesa en la segunda mitad del siglo dieciséis. ¿Puede ser también la experiencia de los Estados Unidos hoy? 



Hasta el momento, la tendencia más destacada para Estados Unidos sigue siendo cosechar los frutos de su liderazgo del capitalismo mundial en la era de la Guerra Fría. Desde luego, diversos aspectos del aparente triunfo global del americanismo que resultó de la desaparición de la URSS, más que ser señales de la globalización, tienen entidad propia. Las señales más ampliamente reconocidas son la hegemonía global de cultura popular de los Estados Unidos y la importancia creciente de las agencias mundiales de gobierno influidas, desproporcionadamente, por los Estados Unidos y sus aliados más cercanos, tales como el Consejo de Seguridad de la ONU, la OTAN, el Grupo de los Siete (G-7), el FMI, el BIRF y la OMC. Menos ampliamente reconocido pero también importante es la ascendencia de un nuevo régimen legal en transacciones comerciales internacionales dominado por las firmas legales americanas y las concepciones angloamericanas de las normas mercantiles (Sassen, 1996: 12-21). 

No debe minimizarse la importancia de estas señales de una americanización adicional del mundo. Pero no deben tampoco exagerarse, particularmente en lo que se refiere a la capacidad de los intereses norteamericanos para continuar configurando y manipulando en beneficio propio las estructuras orgánicas del sistema capitalista mundial. Lo más probable es que la victoria de los Estados Unidos en lo que Fred Halliday (1983) ha llamado la Segunda Guerra Fría y la americanización adicional del mundo aparecerán de forma retrospectiva como los momentos de cierre de la hegemonía mundial de Estados Unidos, así como la victoria de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial y la expansión adicional de su imperio en el extranjero fueron los preludios de la desaparición final de la hegemonía mundial británica en las décadas de 1930 y 1940. Como veremos en la sección III, hay buenas razones para esperar que la desaparición de la hegemonía de EEUU siga una trayectoria diferente a la desaparición de la hegemonía británica. Pero hay igualmente buenas razones para esperar que el presente liderazgo de EEUU de la fase de expansión financiera sea un fenómeno temporal, como la análoga fase de liderazgo británico de hace un siglo. 

La razón más importante es que la presente belle époque del capitalismo financiero, no menos que todos su precedentes históricos -desde la Florencia del Renacimiento a la era eduardiana de Gran Bretaña, pasando por la época de los genoveses y el período de “las pelucas” de la historia holandesa- se basa en un sistema de profundas y masivas redistribuciones de renta y riqueza desde toda clase de comunidades hacia las agencias capitalistas. En el pasado, redistribuciones de este tipo engendraron una considerable turbulencia política, económica y social.

Por lo menos inicialmente, los centros organizadores de la expansión anterior de la producción y comercio mundial estaban mejor situadas para dominar y, desde luego, para beneficiarse de la turbulencia. Con el paso de tiempo, sin embargo, la turbulencia socavó el poder de los viejos centros organizadores, y preparó su desalojo por nuevos centros organizadores, capaces de promover y mantener una nueva expansión importante de la producción y el comercio mundial (Arrighi, 1994). 

(...)

No obstante, la relación entre la expansión trasnacional de las corporaciones estadounidense y el mantenimiento y la expansión del poder estatal norteamericano ha tenido tanto de contradictorio como de complementario. Por una parte, los derechos sobre rentas extranjeras conseguidos por las filiales de corporaciones de EEUU no se tradujeron en un aumento proporcional en los ingresos de los residentes de EEUU ni en los ingresos tributarios del gobierno de Estados Unidos. Al contrario, precisamente cuando la crisis fiscal del estado del bienestar-estado militar de Estados Unidos llegó a ser agudo debido al impacto de la Guerra de Vietnam, una proporción creciente de las rentas y de la liquidez de las corporaciones norteamericanas, en lugar de ser repatriadas, volaron hacia los mercados monetarios “off-shore”. En palabras de Eugene Birnbaum, del Chase Mannhattan Bank, el resultado fue “la acumulación de un volumen inmenso de fondos líquidos y mercados -el mundo financiero del eurodólar- al margen de la autoridad reguladora de cualquier país o agencia” (citado por Frieden, 1987: 85; con cursiva en el original). 

De forma interesada la organización del mundo financiero del eurodólar -como las organizaciones de la diáspora de negocios genovesa del siglo dieciséis y como la diáspora de los negocios chinos desde tiempos premodernos hasta nuestros días- ocupa lugares pero no se define por los lugares que ocupa. El auto-llamado mercado de eurodólares -como bien lo caracterizó antes de la llegada de las autopistas de la información Roy Harrod (1969: 319)- “no tiene sedes o edificios de su propiedad... Físicamente consiste solamente en una red de teléfonos y aparatos de telex alrededor del mundo, teléfonos que pueden usarse para otros propósitos además de los negocios sobre eurodólares”. Este “espacio de flujos” no se encuentra bajo ninguna jurisdicción estatal. Y aunque Estados Unidos tenga todavía algún acceso privilegiado a sus servicios y a sus recursos, este acceso privilegiado tiene el coste de una creciente subordinación de las políticas de EEUU a los dictados de las altas finanzas no territoriales. 

Igualmente importante es que la expansión trasnacional de las corporaciones estadounidenses ha provocado, a partir de cierto momento, respuestas competitivas tanto de los viejos como nuevos centros de acumulación de capital, debilitados, y finalmente en retroceso, por las exigencias norteamericanas sobre rentas y recursos extranjeros. Como Alfred Chandler (1990: 615-16) ha indicado, desde el tiempo en que Servan-Schreiber llamó a sus seguidores europeos a responder al “desafío americano” -un desafío que según el punto de vista de Servan-Schreiber no era ni financiero ni tecnológico sino “la extensión a Europa de una organización que es todavía un misterio para nosotros”-, un número creciente de empresas europeas han encontrado formas y medios efectivos de responder al desafío y de iniciar sus propios desafíos, incluso en el mercado de EEUU, a la hegemonía de las corporaciones estadounidenses. En la década de 1970, el valor acumulado de la inversión directa extranjera no estadounidense (la mayor parte procedente de Europa Occidental) creció una vez y media más rápido que el de la inversión directa extranjera de Estados Unidos. Para los años 80, se estimó que había alrededor de 10.000 corporaciones trasnacionales de todos los origenes nacionales, y al comienzo de los 90 en torno a tres veces más (Stopford y Dunning, 1983: 3; Ikeda, 1996: 48). 

Este explosivo crecimiento del número de corporaciones trasnacionales, fue acompañado por una disminución drástica en la importancia de los Estados Unidos como fuente de inversión directa extranjera, y por un aumento de su importancia como receptor de la misma. En otras palabras, las formas trasnacionales de organización de los negocios iniciadas por el capital de EEUU, habían dejado rápidamente de ser un “misterio” para un creciente gran número de competidores extranjeros. Para la década de 1970, el capital de Europa Occidental había descubierto todos sus secretos y había comenzado a competir de nuevo con las corporaciones de EEUU en casa y en el extranjero. Para los años 80, llegó el turno del capital del Este de Asia para competir nuevamente con el capital estadounidense y europeo-occidental, lo cual hizo mediante la formación de un nuevo tipo de organización comercial trasnacional -una organización que se arraigó profundamente en las virtudes de la historia y de la geografía de la región, y que combinó las ventajas de la integración vertical con la flexibilidad de las redes informales de negocio (Arrighi, Ikeda e Irwan, 1993). 

Lo importante no es cual es la fracción particular de capital vencedora, sino que el resultado de cada ronda de la pugna competitiva fue un aumento adicional en el volumen y densidad de la red de intercambios que conectaba pueblos y territorios, atravesando jurisdicciones políticas tanto regional como globalmente. Esta tendencia ha supuesto una contradicción fundamental para el poder global de los Estados Unidos -una contradicción que se ha agravado en lugar de mitigarse tras el colapso del poder soviético y el consiguiente final de la Guerra Fría. Por una parte, el gobierno de los Estados Unidos ha quedado apresado en su inaudita capacidad militar global que, tras el desplome de la URSS, no tiene paralelo. Estas capacidades continúan siendo necesarias, no tanto como una fuente de “protección” para los negocios estadounidenses en el extranjero, sino sobre todo como la fuente principal del liderazgo del EEUU en alta tecnología tanto en su propio país como en el extranjero. Por otra parte, la desaparición de la “amenaza” comunista ha hecho aun más difícil de lo que ya lo era para el gobierno de los Estados Unidos el movilizar los recursos humanos y financieros necesarios para que su capacidad militar esté en disposición de uso efectivo, o simplemente para mantenerla. De aquí derivan las divergentes valoraciones sobre el alcance real del poder global norteamericano en la era posterior a la guerra fría. 

“Ahora es el momento de la unipolarización”, se pavonea un comentarista triunfalista. “No hay sino un poder de primera clase y no hay ninguna perspectiva en el futuro inmediato de un poder que pueda rivalizar con él”. Pero un alto funcionario de la política exterior objeta: “sencillamente, no tenemos la fuerza precisa, no tenemos la influencia, ni la inclinación para el uso de la fuerza militar. No tenemos el dinero necesario para poder realizar el tipo de presión que producirá resultados positivos dentro de poco tiempo” (Ruggie, 1994, 553). 

III
La auténtica peculiaridad de la fase actual de expansión financiera del capitalismo mundial se encuentra en la dificultad de proyectar los modelos evolutivos pasados hacia el futuro. En todas las expansiones financieras pasadas, los viejos centros organizadores del poder declinante eran alcanzados por un poder ascendente, el de nuevos centros organizadores capaces de sobrepasar el poder de sus predecesores no sólo financiera sino también militarmente. Esto fue el caso de los holandeses respecto a los genoveses, de los británicos respecto a los holandeses y de los norteamericanos en relación a los británicos. 

En la actual expansión financiera, en contraste, el declinante poder de los viejos centros organizadores no se ha asociado mediante una fusión en un orden superior, sino con una escisión entre poder militar y financiero.

Mientras el poder militar se ha centralizado aún más en manos de los Estados Unidos y de sus más estrechos aliados occidentales, el poder financiero se ha llegado a dispersar entre un conjunto multicolor de organizaciones territoriales y no territoriales que, de facto o de iure, no pueden ni remotamente aspirar a alcanzar las capacidades militares globales de los Estados Unidos. Esta anomalía señala una ruptura fundamental con el modelo evolutivo que ha caracterizado la expansión del capitalismo mundial durante los últimos 500 años. La expansión a través de la trayectoria establecida se encuentra en un “impasse” -un “impasse” que se refleja en la generalizado sensación de que la modernidad e incluso la historia está llegando a su final, que hemos entrado en una fase de turbulencia y caos sistémico sin precedentes en la era moderna (Rosenau, 1990: 10; Wallerstein, 1995: 1, 268), o que una “niebla global” ha descendido sobre nosotros para cegarnos en nuestro camino hacia el tercer milenio (Hobsbawm 1994: 558-9). Mientras el “impasse”, la turbulencia y la niebla son totalmente verdaderas, una mirada más cercana a la extraordinaria expansión económica del Este de Asia (que de aquí en adelante entenderemos que incluye el sudeste asiático) puede proporcionar algunas enseñanzas sobre el auténtico nuevo tipo de orden mundial que puede emerger en los márgenes del caos sistémico que se avecina. 

En un reciente análisis comparativo de tasas de crecimiento económico desde la mitad de la década de 1870, el Union Bank de Suiza no encontró “nada comparable con la experiencia de crecimiento económico de Asia [del Este de Asia] durante las tres últimas décadas”. Otras regiones crecieron tan rápidamente durante las trastornos de épocas de guerra (por ejemplo, Norteamérica durante la Segunda Guerra Mundial) o después de tales trastornos (por ejemplo, Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial). Pero “las tasas de crecimiento de la renta anual por encima del ocho por ciento obtenidas por numerosas economías asiáticas [del sudeste asiático] desde el final de los años sesenta no tienen precedentes en 130 años de historia económica documentada”. Este crecimiento es aún más notable por haberse registrado a la vez que en el resto del mundo se producía un total estancamiento, o estaba cerca del estancamiento, y por haberse “propagado como una ola” desde Japón a los Cuatro Tigres (Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong Kong), y de allí a Malasia y Tailandia, y después a Indonesia, China y, más recientemente, a Vietnam (Union Bank of Switzerland, 1996: 1). 

Incluso más impresionantes aún han sido los avances del Este de Asia en el campo de las altas finanzas. La participación japonesa en el total de activos de los cincuenta mayores bancos del mundo según la clasificación de Fortune se incrementó desde el 18% en 1970, hasta el 27% en 1980 y el 48% en 1990 (Ikeda, 1996). Por reservas en divisas, la participación del Este de Asia en los diez mayores holdings bancarios se incrementó del 10% en 1980 al 50% en 1994 (Japan Almanac, 1993 y 1997). Resulta claro que si los Estados Unidos no tienen “el dinero necesario para poder realizar el tipo de presión que producirá resultados positivos” –como previsoramente deploraba el alto responsable de la política exterior de EEUU-, los estados del Este de Asia, o al menos algunos de ellos, tienen todo el dinero necesario para ser inmunes al tipo de presión que está llevando a los estados de todo el mundo -incluidos los Estados Unidos- a someterse a los dictados de la creciente movilidad y volatilidad del capital (véase la sección II). 

Irónicamente, esta altamente significativa, aunque parcial, inversión de la suerte de los Estados Unidos por una parte, y de los estados del este asiático por otra, se originó por las mayores injerencias de Estados Unidos sobre la soberanía de los estados del este asiático desde el inicio de la Guerra Fría. La ocupación militar unilateral de Japón en 1945 y la división de la región como consecuencia de la Guerra de Corea en dos bloques antagónicos crearon, en palabras de Bruce Cumings unos proamericanos “regímenes verticales solidificados mediante tratados bilaterales de defensa (con Japón, Corea del Sur, Taiwan y Filipinas) y dirigidos por un Departamento de Estado que dominaba sobre los ministerios de asuntos exteriores de estos cuatro paises”. 

Todos se convirtieron en estados semisoberanos, profundamente penetrados por las estructuras militares de EEUU (control operativo sobre las fuerzas armadas surcoreanas, la Séptima Flota patrullando por los istmos de Taiwan, dependencias de defensa para estos cuatro paises, bases militares en sus territorios) e incapaces de una política exterior independiente o de tomar iniciativas de defensa...Así, hubo menores relaciones a través del telón militar iniciado a mitad de las década de los años cincuenta, así como bajos niveles de intercambio comercial entre Japón y China, o Japón y Corea del Norte. Pero la tendencia dominante hasta la década de 1970 fue un régimen unilateral americano fuertemente predispuesto hacia formas militares de comunicación. (Cumings, 1997: 155) 

Dentro de este “régimen unilateral americano” Estados Unidos se especializó en proporcionar protección y en perseguir el poder político regional y global, mientras sus estados-vasallos del este asiático se especializaban en el comercio y en la obtención de ganancias. Esta división del trabajo ha sido par-ticularmente importante en las relaciones norteamericano-japonesas configuradas a lo largo de la era de la guerra fría y hasta el presente. Como Franz Schurmann (1974: 143) escribió, cuando el espectacular ascenso económico de Japón apenas acababa de comenzar, “liberados de la carga de los gastos de defensa, los gobiernos japoneses han encauzado todos sus recursos y energías hacia un expansionismo económico que consigue atraer riqueza a Japón y extender sus negocios a los más lejanos lugares del globo”. La expansión económica de Japón, a la vez, generó un proceso de “bola de nieve” que concatenó la búsqueda de oportunidades de inversión en la región circundante, con el gradual reemplazamiento del patronato de EEUU como fuerza impulsora principal de la expansión económica del Este de Asia (Ozawa, 1993: 130-1; Arrighi, 1996: 14-16). 

Con el tiempo este proceso de bola de nieve despegó, el régimen militarista de Estados Unidos en el Este Asia había comenzado a descomponerse, ya que la Guerra de Vietnam destruyó lo qué la Guerra de Corea había creado. La Guerra de Corea había instituido el régimen proamericano del Este de Asia que excluía a China continental del intercambio normal comercial y diplomático con la parte no comunista de la región, mediante el bloqueo y las amenazas de guerra respaldadas por “un archipiélago de instalaciones militares estadounidenses” (Cumings, 1997: 154-5). La derrota en la Guerra de Vietnam, por el contrario, forzó a los Estados Unidos a permitir a China continental el intercambio normal comercial y diplomático con el resto del Este de Asia, ensanchándose de esa manera el alcance de la expansión e integración económica de la región (Arrighi, 1996). 

Este resultado transformó, sin eliminarla, la previa desproporción de la distribución de las fuentes de poder en la región. El ascenso de Japón a potencia industrial y financiera de importancia global transformó la previa relación de vasallaje de la política y economía japonesa con los Estados Unidos en una relación de mutuo vasallaje. Japón continuó dependiendo de los Estados Unidos para la protección militar; pero la reproducción del aparato productivo y protector norteamericano vino a depender incluso más críticamente de la industria y finanzas japonesas. A la vez, la reincorporación de China continental a los mercados regio-nales y globales devolvió al juego a un estado cuyo tamaño demográfico, abundancia de recursos laborales y crecimiento potencial sobrepasaba por un amplio margen al de todos los otros estados que operan en la región, incluidos los Estados Unidos. Menos de veinte años después de la misión de Richard Nixon en Beijing, y menos de quince después del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la República Popular China (RPC), este gigantesco “contenedor” de capacidad laboral ya parece dispuesto a llegar a ser nuevamente el poderoso atraedor de fondos que había sido antes de su incorporación subordinada en el sistema mundial eurocéntrico. 

Si el atractivo principal de la RPC para el capital extranjero han sido sus reservas enormes y ultracompetitivas de trabajo, el “casamentero” que ha facilitado el encuentro del capital extranjero capital y el trabajo chino es la diáspora capitalista de los chinos en el exterior. 
Atraídos por la capacidad de China como fuente de trabajo a bajo coste, y por su potencialidad creciente como un mercado que contiene la quinta parte de la población mundial, los inversores extranjeros continúan vertiendo dinero en la RPC. Alrededor del 80% de ese capital procede de los chinos del exterior, refugiados por la pobreza, el desorden y el comunismo, que de ser objeto de las más picantes ironías han pasado a ser ahora los financiadores favoritos de Beijing y modelos para la modernización. Incluso los japoneses frecuentemente confían en los chinos en el exterior para engrasar su camino hacia China. (Kraar, 1994: 40) 

De hecho, la confianza de Beijing en los chinos del exterior para facilitar la reincorporación de China continental en los mercados regionales y mundiales no es la auténtica ironía de la situación. Como Alvin So y Stephen Chiu (1995: cap. 11) han mostrado, la estrecha alianza política que se estableció en la década de 1980 entre el Partido Comunista Chino y los capitalistas chinos del exterior tenía un perfecto sentido desde el punto de vista de sus respectivos objetivos. La alianza facilitó a los chinos del exterior oportunidades extraordinarias de beneficiarse de la intermediación comercial y financiera, mientras facilitó al Partido Comunista Chino unos medios altamente efectivos para matar dos pájaros de un tiro: para mejorar la economía doméstica de China continental y, a la vez, para promover la unificación nacional de acuerdo con el modelo “una nación, dos sistemas”. 

La auténtica ironía de la situación es que uno de los legados más sobresalientes de siglo diecinueve, las invasiones occidentales sobre la soberanía china, emerge ahora como un instrumento poderoso de la emancipación china y del este asiático respecto del dominio occidental. La diáspora china fue durante largo tiempo un componente integral del tributo indígena del Este de Asia al sistema comercial dominado por la China imperial. Pero las mayores oportunidades para su expansión vinieron con la incorporación subordinada de ese sistema dentro de las estructuras del sistema mundial eurocéntrico como resultado de las Guerras del Opio. Bajo el régimen americano de la Guerra Fría, el papel tradicional de la diáspora como intermediario comer-cial entre la China continental y las regiones marítimas de circunvalación fue ahogado, tanto por el embargo norteamericano sobre el comercio con la RPC, así como por las restricciones de la RPC sobre el comercio interior y exterior. No obstante, la expansión de las redes estadounidenses de poder y de las redes japonesas de negocio en las regiones marítimas del Este de Asia, proveyeron a la diáspora de una gran abundancia de oportunidades de ejercer nuevas formas de intermediación comercial entre estas redes y las redes locales que controla. Y como las restricciones sobre el comercio con China, y en el interior de la RPC, se relajaron, la diáspora rápidamente surgió como la única y más poderosa agencia de la reunificación económica de la economía regional del este asiático (Hui, 1995). 
Es demasiado pronto para decir qué tipo de formación económico-política surgirá finalmente de esta reunificación y hasta donde puede llegar la rápida expansión económica de la región del este asiático. Por lo que sabemos, el ascenso actual del Este de Asia hasta llegar a ser el mayor centro dinámico de los procesos de acumulación capital a escala mundial, puede muy bien ser el preámbulo a un “recentramiento” de las economías regionales y mundiales sobre China, como estuvieron en tiempos premodernos. Pero sin saber lo que realmente sucederá o no, los aspectos principales del continuo renacimiento económico del este asiático son suficientemente claros como para proporcionarnos algunas señales de su probable futura trayectoria y de sus implicaciones para la economía global en su conjunto. 

En primer lugar, el renacimiento es tanto el producto de las contradicciones de la hegemonía mundial norteamericana como de la herencia geohistórica del Este de Asia. Las contradicciones de la hegemonía mundial norteamericana conciernen primariamente a la dependencia del poder y la riqueza estadounidense respecto a una forma de desarrollo caracterizada por los altos costes de reproducción y de protección -esto es, sobre la formación de un mundo que comprende, por un lado, un aparato militar intensivo en capital y, por otra parte, la difusión de despilfarradores e insostenibles modelos de consumo masivo. En ninguna parte han sido estas contradicciones más evidentes que en el Este de Asia. Las guerras de Corea y de Vietnam no solo revelaran los límites del poder real poseído por el estado de bienestar-estado militar norteamericano. Igualmente importante es que, cuando esos límites se estrecharon y se aflojaron, en dicha evolución los altos costes de reproducción y de protección comenzaron a producir resultados decrecientes y a desestabilizar el poder mundial estadounidense.

Mientras tanto, la herencia geohistórica del este asiático, sus bajos costes comparativos de protección y de reproducción, dieron a los gobiernos de la región y a sus agencias de negocios una ventaja competitiva decisiva en una economía global más estrechamente integrada que antes. No se sabe si esta herencia se conservará. Pero por ahora la expansión asiática oriental ha sido el “vehículo tendedor de vías” para una trayectoria de desarrollo mucho más económica y sostenible que la trayectoria estadounidense. 

En segundo lugar, el renacimiento se ha asociado con una diferenciación estructural del poder en la región que ha dejado a los Estados Unidos el control de la mayoría de los revólveres, a Japón y a la China exterior el control de la mayoría del dinero, y a la RPC el control de la mayoría del trabajo. Esta diferenciación estructural -que no tener precedentes en las anteriores transiciones de hegemonía- hace sumamente inverosímil que ningún estado de los que operan en la región, los Estados Unidos incluidos, adquiera por si solo las capacidades necesarias para llegar a ser hegemónico regional y globalmente. Sólo una pluralidad de estados, actuando concertadamente entre sí, tiene alguna oportunidad de generar un nuevo orden mundial basado en el Este de Asia. Esta pluralidad pudiera incluir a los Estados Unidos y, en todo caso, las políticas estadounidenses hacia la región permanecerán como un factor importante, entre otros, en la determinación de si surgirá realmente, y cuándo y cómo, tal nuevo orden mundial basado en el Este de Asia. 

En tercer lugar, el proceso de integración y expansión económica de la región del este asiático es un proceso estructuralmente abierto al resto de la economía global. En parte, esta apertura es una herencia de la naturaleza intersticial de un proceso que se desarrolla en relación con las redes de poder de los Estados Unidos. En parte, se debe al importante papel jugado por las redes informales de negocios con ramificaciones a lo largo de la economía global en la promoción de la integración de la región. Y en parte, se debe a la dependencia continua del Este de Asia de otras regiones de la economía global para obtener materias primas, alta tecnología y productos culturales. Los fuertes conexiones delanteras y traseras que conectan la economía regional asiática oriental al resto del mundo es un buen augurio para el futuro de la economía global, siempre que la expansión económica de Este de Asia no sea llevada a un fin prematuro por los conflictos internos, la mala administración, o la resistencia estadounidense a la pérdida de poder y prestigio, aunque no necesariamente de riqueza y bienestar, que acarrearía el recentramiento de la economía global sobre el Este de Asia. 
Finalmente, el ensamblaje de la integración y expansión económica del Este de Asia con su herencia geohistórica significa que el proceso no puede duplicarse en otra parte con resultados igualmente favorables. La adaptación al emergente liderazgo económico del este asiático sobre la base de la herencia geohistórica propia de cada región más que los equivocados intentos de repetir la experiencia del este asiático fuera de contexto o los, aun más equivocados, intentos de reafirmar la supremacía occidental en base a una defectuosa evaluación del poder real que posee el complejo militar-industrial de Estados Unidos- es el curso de acción más prometedor para el resto de los estados. Por supuesto, un asunto totalmente distinto es si se trata de una expectativa realista. 


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Arrighi, Giovanni (1982). “A Crisis of Hegemony”. En S. Amin, G. Arrighi, A.G. Frank e I. Wallerstein,
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