Giovanni ARRIGHI
La globalización, la soberanía estatal
y la interminable acumulación
del capital
Versión revisada de la ponencia presentada en
la Conferencia sobre “Estados y Soberanía en la Economía Mundial,” Universidad
de California, Irvine, del 21 al 23 de febrero de 1997. Con el agradecimiento
del autor a Beverly Silver, David Smith, Dorie Solinger y Steven Topik por sus
muy útiles comentarios sobre la anterior versión del texto.
Publicado en Iniciativa Socialista número 48,
marzo 1998, con el agradecimiento de la revista al autor por autorizar la
traducción y publicación del trabajo.
“Los tiempos de cambio son también tiempos de
confusión”, observa John Ruggie. “Las palabras pierden su significado habitual,
y nuestros pasos se vuelven inseguros sobre el que era, anteriormente, un
terreno conocido” (1994: 553). Cuando lo que buscamos es caminar firmemente
sobre conceptos aparentemente bien establecidos, como Stephen Krasner (1997)
hace con el de “soberanía”, descubrimos que su uso tradicional está en sí mismo
preso en una confusión irremediable. Y cuando acuñamos nuevos términos, tales
como “globalización”, para capturar la novedad de las condiciones emergentes,
agravamos la confusión con un vertido negligente de vino viejo en nuevas
botellas. El propósito de este trabajo es mostrar que, a fin de aislar lo que
es verdaderamente nuevo y anómalo en las transformaciones en marcha del
capitalismo mundial y en la soberanía estatal, debemos previamente reconocer
qué aspectos clave de estas transformaciones no son totalmente nuevos o lo son
en cierto grado pero no en su naturaleza.
Comenzaré por argumentar que mucho de lo que
se conoce con la denominación de “globalización” ha sido de hecho una tendencia
recurrente del capitalismo mundial desde el inicio de los tiempos modernos.
Esta recurrencia hace que la dinámica y el (los) resultado(s) probable(s) de
las transformaciones actuales sean más predecibles de lo que serían si la
globalización fuera un fenómeno nuevo, como piensan muchos observadores. Por
tanto, yo desplazaré mi atención al modelo evolutivo que ha permitido al
capitalismo mundial y al sistema subyacente de estados soberanos llegar a ser,
como señala Immanuel Wallerstein (1997), “el primer sistema histórico en
incluir el globo entero dentro de su geografía”. Mi pretensión será destacar
que la auténtica novedad de la ola actual de globalización es que este modelo
evolutivo se encuentra ahora en un “impasse”. Concluiré especulando sobre las
salidas posibles de este “impasse” y sobre los tipos de nuevo orden mundial que
pueden surgir como resultado de los recientes procesos de acumulación de
capital a escala mundial en el Este de Asia.
I Como han señalado los críticos
del concepto de globalización, muchas de las tendencias que abarca ese nombre
no son nuevas del todo. La novedad de la llamada “revolución de la información”
es impresionante, “pero la novedad del ferrocarril y el telégrafo, el
automóvil, la radio, y el teléfono impresionaron igualmente en su día” (Harvey,
1995: 9). Incluso la llamada “virtualización de la actividad económica” no es
tan nueva como puede parecer a primera vista.
Los cables submarinos del telégrafo desde la
década de 1860 en adelante conectaron los mercados intercontinentales. Hicieron
posible el comercio cotidiano y la formación de precios a través de miles de
millas, una innovación mucho mayor que el advenimiento actual del comercio
electrónico. Chicago y Londres, Melbourne y Manchester fueron conectados en
tiempo real. Los mercados de obligaciones también llegaron a estar
estrechamente interconectados, y los préstamos internacionales a gran escala
tanto inversiones de cartera como directas- crecieron rápidamente durante este
período (Hirst, 1996: 3).
En efecto, la inversión directa extranjera
creció tan rápidamente que en 1913 supuso por encima del 9% del producto
mundial -una proporción que todavía no había sido superada al comienzo de la
década de 1990 (Bairoch
y Kozul-Wright, 1996: 10). Similarmente, la apertura al comercio exterior -medido por el conjunto
de importaciones y exportaciones en proporción del PIB- no era notablemente
mayor en 1993 que en 1913 para los grandes países capitalistas, exceptuando a
los Estados Unidos (Hirst 1996: 3-4).
Seguramente, como resaltan desde perspectivas
diferentes las aportaciones de Eric Helleiner (1997) y Saskia Sassen (1997), la
más espectacular expansión de las últimas dos décadas, y la mayor evidencia en
el arsenal de los defensores de la tesis de globalización, no ha estado en la
inversión directa extranjera o en el comercio mundial sino en los mercados
financieros mundiales. Señala Saskia Sassen que “desde 1980 el valor total de
los activos financieros ha aumentado dos veces y media más rápido que el PIB
agregado de todas las economías industriales ricas. Y el volumen de negocio en
divisas, obligaciones y participaciones de capital ha aumentado cinco veces más
rápido”. El primero en “globalizarse”, y actualmente “el mayor y en muchos
sentidos el único auténtico mercado global” es el mercado de divisas. Las
transacciones por cambio de divisas fueron diez veces mayores que el comercio
mundial en 1983; sólo diez años después, en 1992, esas transacciones eran
sesenta veces mayores” (1996: 40). En ausencia de este explosivo crecimiento de
los mercados financieros mundiales, probablemente no hablaríamos de
globalización, y seguramente no lo haríamos hablando de un nuevo rumbo del
proceso en marcha de reconstrucción del mercado mundial producido bajo la
hegemonía de Estados Unidos como resultado de la Segunda Guerra Mundial.
Después que todo:
Bretton Woods era un sistema global, así que
lo que realmente ha ocurrido ha sido un cambio desde un sistema global
(jerárquicamente organizado y en su mayor parte controlado políticamente por
los Estados Unidos) a otro sistema global más descentralizado y coordinado
mediante el mercado, haciendo que las condiciones financieras del capitalismo
sean mucho más volátiles e inestables. La retórica que acompañó a este cambio
se implicó profundamente en la promoción del término” globalización” como una
virtud. En mis momentos más cínicos me encuentro a mí mismo pensando que fue la
prensa financiera la que nos llevó a todos (me incluyo) a creer en la
“globalización” como en algo nuevo, cuando no era más que un truco promocional
para hacer mejor un ajuste necesario en el sistema financiero internacional
(Harvey, 1995: 8).
Truco o no, la idea de globalización estuvo
desde el comienzo entretejida con la idea de intensa competencia interestatal
por la creciente volatilidad del capital y por la consiguiente subordinación
más estricta de la mayoría de los estados a las dictados de las agencias
capitalistas. No obstante, es precisamente en este aspecto donde las tendencias
actuales recuerdan más la belle époque del capitalismo mundial, entre finales
del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Como reconoce la misma
Sassen:
En muchos aspectos el mercado financiero
internacional desde finales del siglo XIX hasta la primera guerra mundial fue
tan masivo como el de hoy...El alcance de la internacionalización puede
observarse en el hecho de que en 1920, por ejemplo, Moody calificaba
obligaciones emitidas por alrededor de cincuenta gobiernos para obtener fondos
en los mercados de capitales de EEUU. La Depresión supuso un radical declive de
esta internacionalización, hasta el punto de que sólo muy recientemente Moody
ha vuelto a calificar de nuevo las obligaciones de tantos gobiernos (1996:
42-3).
En suma, los defensores cuidadosos de la
tesis de la globalización coinciden con sus críticos en no considerar las
transformaciones actuales como una novedad, a excepción de su escala, alcance y
complejidad. Sin embargo, como he argumentado y documentado en otra parte
(Arrighi, 1994), las especificidades de las transformaciones actuales sólo
pueden apreciarse completamente mediante un alargamiento del horizonte de
tiempo de nuestras investigaciones para comprender la vida entera del
capitalismo mundial. En esta perspectiva más larga, la “financierización”, el
aumento de la competencia interestatal por la movilidad del capital, el rápido
cambio tecnológico y organizacional, las crisis estatales y la inusitada
inestabilidad de las condiciones económicas en que operan los estados
nacionales -tomados de forma individual o conjuntamente como componentes de una
particular configuración temporal, todos estos son aspectos recurrentes de lo
que he llamado “ciclos sistémicos de acumulación”.
En cada uno de los cuatro ciclos sistémicos
de acumulación que podemos identificar en la historia del capitalismo mundial
desde sus más tempranos comienzos en la Europa medieval tardía hasta el
presente, los períodos caracterizados por una expansión rápida y estable de la
producción y el comercio mundial invariablemente terminan en una crisis de
sobreacumulación que hace entrar en un período de mayor competencia, expansión
financiera, y el consiguiente fin de las estructuras orgánicas sobre las que se
había basado la anterior expansión del comercio y la producción. Tomando
prestada una expresión de Fernand Braudel (1984: 246) -el inspirador de la idea
de los ciclos sistémicos de acumulación- estos períodos de competición
intensificada, expansión financiera e inestabilidad estructural no son sino “el
otoño” que sigue a un importante desarrollo capitalista. Es el tiempo en el que
el líder de la expansión anterior del comercio mundial cosecha los frutos de su
liderazgo en virtud de su posición de mando sobre los procesos de acumulación
de capital a escala mundial. Pero es también el tiempo en el que el mismo líder
es desplazado gradualmente de las alturas del mando del capitalismo mundial por
un emergente nuevo liderazgo. Esta ha sido la experiencia de Gran Bretaña entre
el final del siglo diecinueve y el comienzo del veinte; de Holanda en el siglo
dieciocho, y de la diáspora capitalista genovesa en la segunda mitad del siglo
dieciséis. ¿Puede ser también la experiencia de los Estados Unidos hoy?
Hasta el momento, la tendencia más destacada
para Estados Unidos sigue siendo cosechar los frutos de su liderazgo del
capitalismo mundial en la era de la Guerra Fría. Desde luego, diversos aspectos
del aparente triunfo global del americanismo que resultó de la desaparición de
la URSS, más que ser señales de la globalización, tienen entidad propia . Las
señales más ampliamente reconocidas son la hegemonía global de cultura popular
de los Estados Unidos y la importancia creciente de las agencias mundiales de
gobierno influidas, desproporcionadamente, por los Estados Unidos y sus aliados
más cercanos, tales como el Consejo de Seguridad de la ONU, la OTAN, el Grupo
de los Siete (G-7), el FMI, el BIRF y la OMC. Menos ampliamente reconocido pero
también importante es la ascendencia de un nuevo régimen legal en transacciones
comerciales internacionales dominado por las firmas legales americanas y las
concepciones angloamericanas de las normas mercantiles (Sassen, 1996: 12-21).
No debe minimizarse la importancia de estas
señales de una americanización adicional del mundo. Pero no deben tampoco
exagerarse, particularmente en lo que se refiere a la capacidad de los
intereses norteamericanos para continuar configurando y manipulando en
beneficio propio las estructuras orgánicas del sistema capitalista mundial. Lo
más probable es que la victoria de los Estados Unidos en lo que Fred Halliday
(1983) ha llamado la Segunda Guerra Fría y la americanización adicional del
mundo aparecerán de forma retrospectiva como los momentos de cierre de la
hegemonía mundial de Estados Unidos, así como la victoria de Gran Bretaña en la
Primera Guerra Mundial y la expansión adicional de su imperio en el extranjero
fueron los preludios de la desaparición final de la hegemonía mundial británica
en las décadas de 1930 y 1940. Como veremos en la sección III, hay buenas
razones para esperar que la desaparición de la hegemonía de EEUU siga una
trayectoria diferente a la desaparición de la hegemonía británica. Pero hay
igualmente buenas razones para esperar que el presente liderazgo de EEUU de la
fase de expansión financiera sea un fenómeno temporal, como la análoga fase de
liderazgo británico de hace un siglo.
La razón más importante es que la presente
belle époque del capitalismo financiero, no menos que todos su precedentes
históricos -desde la Florencia del Renacimiento a la era eduardiana de Gran
Bretaña, pasando por la época de los genoveses y el período de “las pelucas” de
la historia holandesa- se basa en un sistema de profundas y masivas
redistribuciones de renta y riqueza desde toda clase de comunidades hacia las
agencias capitalistas. En el pasado, redistribuciones de este tipo engendraron
una considerable turbulencia política, económica y social. Por lo menos
inicialmente, los centros organizadores de la expansión anterior de la
producción y comercio mundial estaban mejor situadas para dominar y, desde
luego, para beneficiarse de la turbulencia. Con el paso del tiempo, sin
embargo, la turbulencia socavó el poder de los viejos centros organizadores, y
preparó su desalojo por nuevos centros organizadores, capaces de promover y
mantener una nueva expansión importante de la producción y el comercio mundial (Arrighi,
1994).
Resulta incierto, como veremos, si alguno de
tales nuevos centros organizadores están emergiendo hoy bajo el brillo de la
expansión financiera conducida por EEUU. Pero los efectos de la turbulencia
engendrada por la expansión financiera actual han comenzado a preocupar incluso
a los promotores e impulsores de la globalización económica. David Harvey
(1995: 8, 12) señala varias de esas preocupaciones, indicando que la
globalización se está convirtiendo en “un tren sin frenos causando estragos”,
preocupado ante la “creciente reacción” contra los efectos de tal fuerza
destructiva, sobre todo por “el ascenso de un nuevo tipo de políticos
populistas” fomentado por la “sensación...de impotencia e inquietud” que se
está fortaleciendo incluso en los países ricos. Más recientemente, el
financiero cosmopolita de origen húngaro George Soros se ha unido al coro para
señalar que la generalización global del capitalismo del “laissez-faire” ha
sustituido al comunismo como la principal amenaza a una sociedad abierta y
democrática.
Pese a haber amasado una gran fortuna en los
mercados financieros, temo ahora que la irrefrenable intensificación del
capitalismo de “laissez-faire” y la extensión de los valores de mercado a todas
las esferas de la vida están poniendo en peligro nuestra sociedad abierta y
democrática. El principal enemigo de la sociedad abierta ya no es, en mi
opinión, la amenaza comunista sino el capitalismo.... El exceso de competencia
y la escasa cooperación pueden ocasionar desigualdades insoportables e
inestabilidad.... La doctrina del capitalismo de “laissez-faire” sostiene que
la mejor manera de obtener el bien común es con la búsqueda sin trabas del
propio interés. A menos que el propio interés sea moderado por el
reconocimiento de un interés común, que debe prevalecer sobre intereses
particulares, nuestro actual sistema...puede venirse abajo (Soros 1997: 45,
48).
Informando de la proliferación de escritos en
la línea del de Soros, Thomas Friedman -un temprano impulsor de la idea de las
virtudes de la globalización, y quien luego inventó la metáfora del “tren sin
frenos”- reitera la visión de que “la integración del comercio, las finanzas y
la información, que están creando una cultura y un mercado global únicos” es
inevitable e imparable. Pero mientras la globalización no puede ser parada -se
apresura a añadir “hay dos cosas que pueden hacerse”, presumiblemente por su
propio bien: “podemos ir más rápido o más lento... Y podemos hacer más o menos
para amortiguar [sus] efectos negativos” (1997: I, 15).
Hay mucho déjà vu en estos diagnósticos de la
autodestructividad de los procesos no regulados de formación del mercado
mundial y en los pronósticos conectados de lo que debería hacerse para remediar
tal capacidad de autodestrucción. El mismo Soros compara la época actual de
capitalismo triunfante de “laissez-faire” con la época similar de hace un
siglo. En su visión esa época anterior fue, en cualquier caso, más estable que
la presente, a causa del dominio del patrón-oro y de la presencia de un poder
imperial, Gran Bretaña, dispuesto a despachar cañoneras a cualquier lugar
remoto para mantener el sistema. Y aun así, el sistema se vino abajo ante el
impacto de las dos guerras mundiales y el ascenso de intervencionistas
“ideologías totalitarias”. Hoy, en contraste, los Estados Unidos están poco
dispuestos a ser el gendarme del mundo, “y las principales monedas flotan y
chocan unas contra otras como placas continentales” haciendo que la ruptura del
régimen actual sea mucho más probable “a menos que aprendamos de la
experiencia” (1997: 48).
Nuestra sociedad abierta y global carece de
las instituciones y mecanismos necesarios para su preservación, y no hay
voluntad política para crearlos. Yo culpo a la actitud predominante, la cual
sostiene que la búsqueda sin obstáculos del propio interés traerá finalmente un
equilibrio internacional...Tal y como están las cosas, no hace falta mucha
imaginación para darse cuenta de que la sociedad abierta y global que predomina
en la actualidad es probablemente un fenómeno temporal (Soros, 1997: 53-4).
Soros no hace ninguna referencia al relato,
ahora clásico, del ascenso y desaparición del capitalismo decimonónico de
“laissez faire”, realizado por su compatriota Karl Polanyi. No obstante,
cualquier persona familiarizada con ese relato no puede dejar de resultar
impactada por su anticipación de los argumentos actuales sobre las
contradicciones de la globalización (sobre la permanente trascendencia del
análisis de Polanyi para una comprensión de la ola actual de globalización
véase, entre otros, Mittelman, 1996). Como Friedman, Polanyi vio en una
ralentización del ritmo de cambio la mejor manera de preservar el cambio, yendo
en una dirección determinada sin provocar conflictos sociales que acabarían en
caos más que en cambio. También resaltó que únicamente un colchón protector de
los efectos disociadores de las normas del mercado puede prevenir una revuelta
social de autodefensa frente al sistema de mercado (1957: 3-4, 36-8, 140 -50).
Y como Soros, Polanyi descartó la idea de un mercado (global) autorregulable
como “una pura utopía”. Argumentó que ninguna institución de tal carácter puede
existir de forma duradera “sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de
la sociedad (del mundo)”. En su visión, la única alternativa al desmoronamiento
del sistema mundial de mercado en el periodo de entreguerras “era el
establecimiento de un orden internacional dotado con un poder organizado capaz
de trascender la soberanía nacional” -una dirección, sin embargo, que “estaba
completamente fuera de los horizontes de aquel tiempo” (1957: 3-4, 20-22).
Ni Soros ni Polanyi proporcionan una
explicación de por qué el poder mundial todavía dominante en sus respectivas
épocas -los Estados Unidos hoy, Gran Bretaña en el final del siglo diecinueve y
comienzo del veinte- se empecinó obstinadamente y propagó la creencia en un
mercado global autorregulable, a pesar de la evidencia acumulada de que los
mercados no regulados (los mercados financieros no regulados en particular) no
producen equilibrio sino desorden e inestabilidad. De forma subyacente a tal
obstinación podemos, sin embargo, detectar la difícil situación de un agente
cuya hegemonía declina y que ha llegado a ser completamente dependiente, para
poder beneficiarse suficientemente de ese poder. Se trata de que el agente
hegemónico no puede asegurar ya más el desarrollo ordenado del proceso de
amplia y profunda integración del comercio mundial y financiero que, cuando
estaba en la cumbre de su poder, promovió y organizó. Es como si el poder hegemónico
declinante no pudiera saltar fuera del “tren sin frenos” de la especulación
financiera desrregulada, ni desviar el tren hacia una vía menos
auto-destructiva.
Históricamente, la reconducción del
capitalismo mundial hacia una vía más creativa que destructiva ha tenido como
premisa la emergencia de nuevos “vehículos tendedores de vías”, tomando
prestada una expresión de Michael Mann (1986: 28). Es decir, la expansión del
capitalismo mundial a sus dimensiones globales actuales no ha discurrido a lo largo
de una vía única colocada de una vez por todas hace quinientos años. Más bien,
ha discurrido mediante varios cambios de tendido de nuevas vías que no
existieron hasta que unos específicos complejos de agentes gubernamentales y
comerciales desarrollan la voluntad y la capacidad para conducir el sistema
entero en la dirección de una cooperación más extensa o más profunda. La
hegemonía mundial de las Provincias Unidas en el siglo diecisiete, del Reino
Unido en el siglo diecinueve, y de los Estados Unidos en el siglo veinte, han
sido “vehículos tendedores de vías” de este tipo (cf. Taylor, 1994: 27). Al
conducir el sistema en una nueva dirección, ellos también lo transformaron. Y
son estas transformaciones consecutivas las que debemos observar para poder identificar
las auténticas novedades de la ola actual de expansión financiera.
II
La formación de un
sistema capitalista mundial, y su transformación subsiguiente de ser un mundo
entre muchos mundos hasta llegar a ser el sistema socio-histórico del mundo entero,
se ha basado en la construcción de organizaciones territoriales capaces de
regular la vida social y económica y de monopolizar los medios de coacción y
violencia. Estas organizaciones territoriales son los estados, cuya soberanía
se ha dicho que va a ser socavada por la ola actual de expansión financiera. En
realidad, la mayoría de los miembros del sistema interestatal nunca tuvieron
las facultades que se está diciendo que los estados van a perder bajo el
impacto de la ola actual de expansión financiera; e incluso los estados que
tuvieron esos poderes durante un tiempo no los tuvieron en otro.
En cualquier caso, las olas de expansión
financiera nacen de una doble tendencia. Por un lado, las organizaciones
capitalistas responden a la sobreacumulación de capital que limita lo que puede
reinvertirse lucrativamente en los canales establecidos de comercio y
producción, sosteniendo en forma líquida una proporción creciente de sus rentas
corrientes. Esta tendencia crea lo que podemos llamar las “condiciones de
oferta” de las expansiones financieras -una superabundante masa de liquidez que
puede movilizarse directamente o por medio de intermediarios hacia la
especulación, prestando y generando endeudamiento. Por otra parte, las
organizaciones territoriales responden a las mayores limitaciones
presupuestarias que resultan del lento descenso en la expansión de comercio y
producción mediante una intensa competencia entre ellas para captar el capital
que se acumula en los mercados financieros. Esta tendencia crea lo que podemos
llamar las “condiciones de demanda” de las expansiones financieras. Todas las
expansiones financieras, pasadas y presentes, son el resultado del desarrollo
desigual y combinado de estas dos tendencias complementarias (Arrighi, 1997).
Todos estamos muy impresionados, y debemos
estarlo, por el crecimiento astronómico de capital que busca su valorización en
los mercados financieros mundiales y por la intensa competencia entre unos
estados y otros en su intento de obtener, para sus propias necesidades, una
fracción de ese capital. Sin embargo, deberíamos ser conscientes del hecho de
que en las raíces de este crecimiento astronómico se encuentra una escasez
básica de salidas lucrativas para la masa creciente de ganancias que se acumula
en las manos de las agencias capitalistas. Esta escasez básica hace que la
búsqueda de ganancias por esas agencias capitalistas sea dependiente de la
ayuda de los estados, así como los estados son dependientes, en la búsqueda de
sus propios objetivos, de las agencias capitalistas. No deberíamos
sorprendernos, por lo tanto, si algunos estados son reforzados más que
debilitados por la expansión financiera. Como Eric Helleiner (1997) señala, los
estados del este de Asia han permanecido inmunes al tipo de presiones que han
conducido a otros estados, en otras zonas, a “desregular” sus sistemas
financieros domésticos para atraer capital. Y Richard Stubbs (1997) muestra
que, como resultado del Acuerdo Plaza del G-7 de 1985, los estados del ASEAN
han sido literalmente inundados por capitales que buscaban inversiones dentro
de sus dominios -un desarrollo que ha mejorado más que empeorado su libertad de
acción en relación con las fuerzas externas, tanto económicas como políticas.
La lucha de los estados africanos, latinoamericanos, de Europa Oriental, de
Europa Occidental, norteamericanos y australasianos por el capital móvil, han
sido así acompañados por una lucha del capital móvil por subirse al carro de la
expansión económica del este y sudeste asiático.
En la sección final de este artículo
discutiremos el significado de esa excepción que suponen el este y sudeste
asiático. Por ahora permítasenos simplemente resaltar que las expansiones
financieras del pasado, no menos que la del presente, han sido todas momentos
de pérdida de poder de algunos estados -incluyendo, incluso, los estados que
habían sido los “vehículos tendedores de vías” del capitalismo mundial en las
épocas que estaban acabando- y el fortalecimiento simultáneo de otros estados,
incluyendo los que, en su momento oportuno, llegaron a ser los nuevos
“vehículos tendedores de vías” del capitalismo mundial. Aquí aparece el
principal significado de los ciclos sistémicos de acumulación. Estos ciclos no
son simples ciclos. Son también etapas en la formación y expansión gradual del
sistema mundial capitalista hasta sus dimensiones globales actuales.
Este proceso de globalización ha surgido
mediante la aparición, en cada etapa, de centros organizadores de mayor escala,
alcance y complejidad que los centros organizadores de la etapa anterior. En
esta secuencia, las ciudades-estado como Venecia y la diáspora genovesa de
negocios trasnacionales fueron reemplazadas en la alta dirección del sistema
mundial capitalista por un proto-estado nacional como Holanda y sus compañías
de navegación, que fue reemplazado a su vez por el estado-nación británico, un
imperio formal que comprendía las redes mundiales informales de negocios que,
por su parte, fue reemplazado por los Estados Unidos, una potencia de dimensión
continental, con su panoplia de corporaciones trasnacionales y sus extendidas y
lejanas redes de bases militares casi permanentes en el extranjero. Cada
sustitución fue marcada por una crisis de las organizaciones territoriales y no
territoriales que habían dirigido la expansión en la etapa anterior. Pero fue
marcada también por la emergencia de nuevas organizaciones con mayores
capacidades que las organizaciones desplazadas para liderar el capitalismo
mundial hacia una nueva expansión (Arrighi, 1994: 13-16, 74-84, 235-8, 330-1).
Por tanto, ha habido una crisis de los
estados en cada expansión financiera. Como Robert Wade (1996) ha anotado, mucho
de lo que se ha hablado recientemente de globalización y de la crisis del
“estado-nación” simplemente es el reciclaje de argumentos que estuvieron de
moda hace cien años (véase también Lie 1996: 587). Cada nueva crisis sucesiva,
sin embargo, afecta a un tipo diferente de estado. Hace cien años la crisis de
los “estados-nación” afectaba a los estados del viejo núcleo europeo en
relación a los estados de dimensión continental que se estaban formando sobre
el perímetro exterior del sistema eurocéntrico, en particular los Estados
Unidos. El irresistible crecimiento del poder y la riqueza de los Estados
Unidos, y del poder de la URSS (aunque, en este caso, no de su riqueza) en el
curso de las dos guerras mundiales y sus secuelas posteriores, confirmó la
validez de las expectativas ampliamente sostenidas de que los estados del viejo
núcleo europeo estaban obligados a vivir en la sombra de los dos gigantes que
les flanqueaban, a menos que ellos pudieran por sí mismos lograr una dimensión
continental. La crisis actual de los “estados-nación”, en contraste, afecta a
esos mismos gigantescos estados.
El súbito desplome de la URSS ha clarificado
y, a la vez, oscurecido esta nueva dimensión de la crisis. Ha clarificado la
nueva dimensión al mostrar cuan vulnerable había llegado a ser la potencia más
extensa y más autosuficiente, y el segundo mayor poder militar del mundo, a las
fuerzas de la integración económica global. Pero ha oscurecido la verdadera
naturaleza de la crisis al provocar una amnesia general sobre el hecho de que
la crisis del poder mundial de EEUU precedió al derrumbe de la URSS y ,con
altibajos, ha continuado tras el final de la Guerra Fría. A fin de identificar
la verdadera naturaleza de la crisis de los estados gigantes que han dominado
en la era de Guerra Fría debemos distinguir esa crisis respecto del recorte a
largo plazo de la soberanía nacional que la globalización del sistema de estados
soberanos ha supuesto para todos, salvo para sus miembros más poderosos.
El principio de que los estados
independientes, cada uno de los cuales reconoce la autonomía jurídica y la
integridad territorial de los otros, deberían coexistir en un sistema político
único se estableció por primera vez bajo la hegemonía holandesa con los
Tratados de Westfalia. El proceso de globalización de la organización
territorial del mundo de acuerdo a este principio, como señala Harvey (1995:
7), necesito varios siglos y una buena dosis de violencia para completarse. Más
importante es que, como frecuentemente sucede con los programas políticos, la
soberanía westfaliana llegó a ser universal mediante interminables violaciones
de sus prescripciones formales y una gran metamorfosis de su significado
sustantivo.
Estas violaciones y metamorfosis hacen
evidentemente plausible la pretensión de Krasner de que, empíricamente, la
soberanía westfaliana es un mito (1997). Sin embargo, a esto deberíamos agregar
que no ha sido más mito que las ideas del imperio de la ley, del contrato
social, de la democracia, sea liberal, social o cualquier otra cosa, y que,
como todos estos otros mitos, ha sido un ingrediente clave en la formación y
consiguiente globalización del moderno sistema de poder. La pregunta realmente
más interesante, por lo tanto, no es si el principio westfaliano de soberanía
nacional ha sido violado ni cómo lo ha sido. Más bien se trataría de si el
principio ha orientado y limitado la acción estatal y cómo, con el paso del tiempo,
el resultado de esta acción ha transformado el significado sustantivo de la
soberanía nacional.
Cuando el principio de soberanía estatal fue
establecido por primera vez, bajo la hegemonía holandesa, se utilizó para
regular las relaciones entre los estados de Europa Occidental. Ese principio
sustituyó la idea de una autoridad y una organización imperial-eclesiástica,
que opera por encima de los estados objetivamente soberanos, por la idea de
estados jurídicamente soberanos que confían en la ley internacional y en el
equilibrio de poder para regular sus mutuas relaciones -en palabras de Leo
Gross, “una ley que opera más bien entre los estados que por
encima de ellos y un poder que opera más bien
entre los estados que por encima de ellos” (1968: 54-5). La idea se aplicó
únicamente a Europa, que de esa manera se convirtió en una zona de “amistad” y
comportamiento “civilizado” incluso en épocas de guerra. En contraste, el resto
del mundo, más allá de Europa, se convirtió en una zona residual de comportamientos
distintos, en la que no se aplicaban las normas de la civilización y donde los
rivales podrían ser simplemente aniquilados (Taylor, 1991: 21-2).
Durante alrededor de 150 años después de la
Paz de Westfalia el sistema funcionó muy bien, tanto asegurando que ningún
estado singular llegara a ser tan fuerte como para dominar a todos los demás,
como permitiendo a los grupos dominantes de cada estado consolidar su soberanía
doméstica. En todo caso, el equilibrio de fuerzas se reprodujo mediante unas
interminables series de guerras, crecientemente intensivas en capital, y
mediante una extensión y profundización de la expansión europea en el mundo no
europeo. A lo largo del tiempo, estas dos tendencias alteraron el equilibrio de
poder tanto entre los estados como entre los grupos dominantes respectivos,
provocando finalmente una quiebra del sistema de Westfalia como resultado de la
Revolución francesa y las guerras napoleónicas (Arrighi, 1994: 48-52).
Cuando los principios de Westfalia se
reafirmaron bajo la hegemonía británica, en las condiciones que resultaron de
las guerras napoleónicas, su alcance geopolítico se extendió para incluir los
estados coloniales de Norteamérica y Sudamérica que habían conseguido la
independencia en la víspera o como resultado de las guerras francesas. Pero así
como el alcance geopolítico de los principios de Westfalia se expandieron, su
significado sustantivo cambió de manera radical, fundamentalmente porque el
equilibrio de poder empezó a operar más por encima de los estados que entre
ellos. Seguramente, el equilibrio continuó siendo operativo entre los estados
continentales de Europa, donde durante la mayor parte del siglo diecinueve, el
Concierto europeo de naciones y el cambiante sistema de alianzas entre los
poderes continentales aseguró que ninguno de ellos llegara a ser tan fuerte
como para dominar a todos los otros. Globalmente, sin embargo, el acceso
privilegiado a los recursos extra-europeos permitió a Gran Bretaña actuar más
bien como un gobernador que como una pieza de los mecanismos del equilibrio de
poder. Además, los masivos ingresos tributarios procedentes de su imperio en la
India permitieron a Gran Bretaña adoptar unilateralmente una política de libre
comercio que, en grados variables, “enjaulara” a todos los otros miembros del
sistema interestatal en una englobante división del trabajo mundial centrada en
Gran Bretaña. Temporal e informalmente, pero sin duda efectivamente, el sistema
de estados jurídicamente soberanos del siglo diecinueve era regido
objetivamente por Gran Bretaña con la fuerza de sus englobantes redes mundiales
de poder (Arrighi, 1994: 52 -5).
Mientras el equilibrio de poder durante los
150 años que siguieron a la Paz de Westfalia se reprodujo mediante una serie
interminable de guerras, la dirección británica del equilibrio de poder
posterior a la Paz de Viena produjo, en palabras de Polanyi, “un fenómeno sin
precedentes en los anales de la civilización occidental: los cien años de paz
[europea] comprendidos entre 1815 y 1914” (1957: 5). Esta paz, sin embargo,
lejos de contener, dio un nuevo gran impulso a la carrera interestatal de
armamentos y a la extensión y profundización de la expansión europea en el
mundo no-europeo. Desde la década de 1840 en adelante, ambas tendencias se
aceleraron rápidamente en un ciclo de autorrefuerzo por medio del cual los
adelantos tecnológicos y en la organización militar se mantenían, y eran
mantenidos, por la expansión económica y política a expensas de los pueblos y
gobiernos todavía excluidos de los beneficios de la soberanía westfaliana
(McNeill, 1982: 143).
El resultado de este ciclo autorreforzado fue
lo qué William McNeill llama “la industrialización de la guerra”, un
consiguiente nuevo salto importante en el coste humano y financiero de hacer la
guerra, la emergencia de imperialismos competidores, y el colapso final del
orden mundial británico del siglo diecinueve, conjuntamente con violaciones
generalizadas de los principios westfalianos. Cuando estos principios fueron de
nuevo reafirmados bajo la hegemonía de EEUU, después de la Segunda Guerra
Mundial, su alcance geopolítico llegó a ser universal tras la descolonización
de Asia y de Africa. Pero su significado se vio recortado adicionalmente.
La misma idea de un equilibrio de poder que
opera entre los estados, más que por encima de ellos, y que asegura su igual
soberanía real -una idea que había llegado a ser ya una ficción durante la
hegemonía británica- fue desechada incluso como ficción. Como Anthony Giddens
(1987: 258) ha observado, la influencia de EEUU sobre la formación del nuevo
orden global, tanto con Wilson como con Roosevelt, “representó una tentativa de
incorporación global de prescripciones constitucionales de EEUU más que una
continuación de la doctrina del equilibrio de poder”. En una era de industrialización
de la guerra y de centralización creciente de capacidades político-militares en
poder de un número pequeño y menguante de estados, esa doctrina tenía poco
sentido como descripción de las relaciones reales de poder entre los miembros
del sistema interestatal globalizado, y no tenía más sentido como prescripción
para garantizar la soberanía de los estados. La “igualdad de soberanía”
sostenida en el primer párrafo del Artículo Dos de la Carta de las Naciones
Unidas para todos sus miembros era así “especificamente imaginada para ser más
bien legal que real -los grandes poderes tendrían derechos especiales, así como
también deberes, proporcionados a sus superiores capacidades” (Giddens 1987:
266).
La santificación de estos derechos especiales
en la Carta de Naciones Unidas institucionalizó, por primera vez desde
Westfalia, la idea de una autoridad y organización supraestatal que
restringiera jurídicamente la soberanía de todos salvo la de los estados más
poderosos. Estas restricciones jurídicas, sin embargo, son pálidas en
comparación con las restricciones objetivas impuestas por los dos estados más
poderosos -los Estados Unidos y la URSS- sobre sus respectivas, y mutuamente
reconocidas, “esferas de influencia”. Las restricciones impuestas por la URSS
confiaron fundamentalmente en las fuentes del poder político-militar y tenían
alcance regional, limitadas como estaban, a sus satélites europeos orientales.
Al contrario, las impuestas por los Estados Unidos eran de alcance global y
confiaban en un arsenal de recursos mucho más complejo.
La lejana y extensa red de bases
semipermanentes en el extranjero mantenida por los Estados Unidos en la era de
la Guerra Fría, en palabras de Krasner, “no tenía precedentes históricos;
ningún estado había colocado anteriormente sus propias tropas sobre el
territorio soberano de otros estados en una cantidad tan amplia durante un
período de paz tan largo” (1988:21). Este régimen político-militar mundializado
y globalizador, centrado en los Estados Unidos, complementó y fue complementado
por el sistema monetario mundial, también centrado en Estados Unidos,
instituido en Bretton Woods. Estas dos redes interconectadas de poder, una
militar y otra financiera, permitieron a Estados Unidos asumir su hegemonía
para regir el sistema globalizado de estados soberanos con un alcance que iba
totalmente más allá del horizonte, no sólo de los holandeses del siglo
diecisiete, sino también del imperio británico del siglo diecinueve.
En suma, la formación de complejos
gubernamentales cada vez más poderosos, y capaces de conducir al sistema
moderno de estados soberanos a su dimensión global actual, ha transformado
también la misma estructura del sistema por una destrucción gradual del
equilibrio de poder sobre la que descansó originalmente la igualdad de
soberanía de las unidades del sistema. Así como la categoría jurídica de estado
llegó a ser universal, la mayoría de los estados fueron privados de iure o de
facto de las prerrogativas históricamente asociadas con la soberanía nacional.
Incluso estados poderosos como el Japón y la antigua Alemania Occidental han
sido descritos como “semisoberanos” (Katzenstein, 1987; Cumings, 1997). Y
Robert Jackson (1990: 21) ha acuñado la expresión “cuasi-estados” para
referirse a las ex-colonias que han conseguido categoría jurídica de estados
pero carecen de las capacidades necesarias para efectuar las funciones
gubernamentales tradicionalmente asociadas con la categoría de estado
independiente. Semisoberanía y cuasi-estados son el resultado de las tendencias
a largo plazo del moderno sistema mundial, ambos fenómenos claramente
materializados antes de la expansión financiera global de las décadas de 1970 y
1980. Lo qué sucedió en esas décadas es que la capacidad de las dos
superpotencias para regir las relaciones interestatales dentro, y a través, de
sus esferas respectivas de influencia disminuyó frente a las fuerzas que ellos
mismos habían desencadenado pero no pudieron controlar.
La más importante de estas fuerzas tuvo su
origen en las nuevas formas de integración económica mundial, crecidas bajo el
carapazón del poder militar y financiero de Estados Unidos. A diferencia de la
integración económica mundial del siglo diecinueve, instituida y centrada en
Gran Bretaña, el sistema de integración económica global, instituido y centrado
en los Estados Unidos en la era de la Guerra Fría, no descansó sobre el
comercio libre unilateral del poder hegemónico ni sobre la extracción de
ingresos tributarios procedentes de un imperio territorial en el extranjero.
Más bien, descansó sobre un proceso de comercio bilateral y multilateral
liberalizado, estrechamente controlado y administrado por los Estados Unidos,
actuando de forma concertada con sus aliados políticos más importantes, y sobre
la base de un trasplante global de las estructuras orgánicas de integración
vertical de las corporaciones norteamericanas (Arrighi, 1994: 69-72).
La liberalización administrada del mercado y
el trasplante global de las corporaciones norteamericanas sirvieron para
mantener y expandir el poder mundial de Estados Unidos, y para reconstituir
relaciones interestatales capaces de contener, no sólo las fuerzas de la
revolución comunista, sino también las fuerzas nacionalistas que habían
desgarrado y finalmente destruido el sistema británico de integración económica
global del siglo diecinueve. En la obtención de estos objetivos, como Robert
Gilpin (1975: 108) ha resaltado en referencia a la política de Estados Unidos
en Europa, el trasplante de las corporaciones norteamericanas al extranjero tuvo
prioridad sobre la liberalización del mercado. Según el punto de vista de
Gilpin, la relación de estas corporaciones de EEUU con el poder mundial fue
parecido a la articulación de las compañías de flete al poder británico en los
siglos diecisiete y dieciocho: “la corporación multinacional estadounidense,
como sus ancestros mercantiles, ha desempeñado un papel importante en el
mantenimiento y expansión del poder de los Estados Unidos” (1975: 141-2).
Esto es cierto, pero sólo hasta cierto punto.
El trasplante global de las corporaciones norteamericanas mantuvo y expandió el
poder mundial de los Estados Unidos, estableciendo derechos sobre rentas
obtenidas en paises extranjeros y el control sobre los recursos de dichos
paises. En última instancia, estos derechos y controles constituyeron la única
diferencia importante entre el poder mundial de los Estados Unidos y el de la
URSS y, por implicación, la única razón importante por la cual la declinación
del poder mundial de EEUU, a diferencia del de la URSS, ha tenido lugar
gradualmente en lugar de catastróficamente (para una madrugadora afirmación de
esta diferencia, véase Arrighi, 1982: 95-7).
No obstante, la relación entre la expansión
trasnacional de las corporaciones estadounidense y el mantenimiento y la expansión
del poder estatal norteamericano ha tenido tanto de contradictorio como de
complementario. Por una parte, los derechos sobre rentas extranjeras
conseguidos por las filiales de corporaciones de EEUU no se tradujeron en un
aumento proporcional en los ingresos de los residentes de EEUU ni en los
ingresos tributarios del gobierno de Estados Unidos. Al contrario, precisamente
cuando la crisis fiscal del estado del bienestar- estado militar de Estados
Unidos llegó a ser agudo debido al impacto de la Guerra de Vietnam, una
proporción creciente de las rentas y de la liquidez de las corporaciones
norteamericanas, en lugar de ser repatriadas, volaron hacia los mercados
monetarios “off-shore”. En palabras de Eugene Birnbaum, del Chase Mannhattan
Bank, el resultado fue “la acumulación de un volumen inmenso de fondos líquidos
y mercados -el mundo financiero del eurodólar- al margen de la autoridad
reguladora de cualquier país o agencia” (citado por Frieden, 1987: 85; con
cursiva en el original).
De forma interesada la organización del mundo
financiero del eurodólar -como las organizaciones de la diáspora de negocios
genovesa del siglo dieciséis y como la diáspora de los negocios chinos desde
tiempos premodernos hasta nuestros días- ocupa lugares pero no se define por
los lugares que ocupa. El auto-llamado mercado de eurodólares -como bien lo
caracterizó antes de la llegada de las autopistas de la información Roy Harrod
(1969: 319)- “no tiene sedes o edificios de su propiedad... Físicamente
consiste solamente en una red de teléfonos y aparatos de telex alrededor del
mundo, teléfonos que pueden usarse para otros propósitos además de los negocios
sobre eurodólares”. Este “espacio de flujos” no se encuentra bajo ninguna
jurisdicción estatal. Y aunque Estados Unidos tenga todavía algún acceso
privilegiado a sus servicios y a sus recursos, este acceso privilegiado tiene
el coste de una creciente subordinación de las políticas de EEUU a los dictados
de las altas finanzas no territoriales.
Igualmente importante es que la expansión
trasnacional de las corporaciones estadounidenses ha provocado, a partir de
cierto momento, respuestas competitivas tanto de los viejos como nuevos centros
de acumulación de capital, debilitados, y finalmente en retroceso, por las
exigencias norteamericanas sobre rentas y recursos extranjeros. Como Alfred
Chandler (1990: 615-16) ha indicado, desde el tiempo en que Servan-Schreiber
llamó a sus seguidores europeos a responder al “desafío americano” -un desafío
que según el punto de vista de Servan-Schreiber no era ni financiero ni
tecnológico sino “la extensión a Europa de una organización que es todavía un
misterio para nosotros”-, un número creciente de empresas europeas han
encontrado formas y medios efectivos de responder al desafío y de iniciar sus
propios desafíos, incluso en el mercado de EEUU, a la hegemonía de las
corporaciones estadounidenses. En la década de 1970, el valor acumulado de la
inversión directa extranjera no estadounidense (la mayor parte procedente de
Europa Occidental) creció una vez y media más rápido que el de la inversión
directa extranjera de Estados Unidos. Para los años 80, se estimó que había
alrededor de 10.000 corporaciones trasnacionales de todos los origenes
nacionales, y al comienzo de los 90 en torno a tres veces más (Stopford y
Dunning, 1983: 3; Ikeda, 1996: 48).
Este explosivo crecimiento del número de
corporaciones trasnacionales, fue acompañado por una disminución drástica en la
importancia de los Estados Unidos como fuente de inversión directa extranjera,
y por un aumento de su importancia como receptor de la misma. En otras
palabras, las formas trasnacionales de organización de los negocios iniciadas
por el capital de EEUU, habían dejado rápidamente de ser un “misterio” para un
creciente gran número de competidores extranjeros. Para la década de 1970, el
capital de Europa Occidental había descubierto todos sus secretos y había
comenzado a competir de nuevo con las corporaciones de EEUU en casa y en el
extranjero. Para los años 80, llegó el turno del capital del Este de Asia para
competir nuevamente con el capital estadounidense y europeo-occidental, lo cual
hizo mediante la formación de un nuevo tipo de organización comercial
trasnacional -una organización que se arraigó profundamente en las virtudes de
la historia y de la geografía de la región, y que combinó las ventajas de la
integración vertical con la flexibilidad de las redes informales de negocio
(Arrighi, Ikeda e Irwan, 1993).
Lo importante no es cual es la fracción
particular de capital vencedora, sino que el resultado de cada ronda de la
pugna competitiva fue un aumento adicional en el volumen y densidad de la red
de intercambios que conectaba pueblos y territorios, atravesando jurisdicciones
políticas tanto regional como globalmente. Esta tendencia ha supuesto una
contradicción fundamental para el poder global de los Estados Unidos -una
contradicción que se ha agravado en lugar de mitigarse tras el colapso del
poder soviético y el consiguiente final de la Guerra Fría. Por una parte, el
gobierno de los Estados Unidos ha quedado apresado en su inaudita capacidad
militar global que, tras el desplome de la URSS, no tiene paralelo. Estas
capacidades continúan siendo necesarias, no tanto como una fuente de
“protección” para los negocios estadounidenses en el extranjero, sino sobre
todo como la fuente principal del liderazgo del EEUU en alta tecnología tanto
en su propio país como en el extranjero. Por otra parte, la desaparición de la
“amenaza” comunista ha hecho aun más difícil de lo que ya lo era para el gobierno
de los Estados Unidos el movilizar los recursos humanos y financieros
necesarios para que su capacidad militar esté en disposición de uso efectivo, o
simplemente para mantenerla. De aquí derivan las divergentes valoraciones sobre
el alcance real del poder global norteamericano en la era posterior a la guerra
fría.
“Ahora es el momento de la unipolarización”,
se pavonea un comentarista triunfalista. “No hay sino un poder de primera clase
y no hay ninguna perspectiva en el futuro inmediato de un poder que pueda
rivalizar con él”. Pero un alto funcionario de la política exterior objeta:
“sencillamente, no tenemos la fuerza precisa, no tenemos la influencia, ni la
inclinación para el uso de la fuerza militar. No tenemos el dinero necesario
para poder realizar el tipo de presión que producirá resultados positivos
dentro de poco tiempo” (Ruggie, 1994, 553).
III
La auténtica
peculiaridad de la fase actual de expansión financiera del capitalismo mundial
se encuentra en la dificultad de proyectar los modelos evolutivos pasados hacia
el futuro. En todas las expansiones financieras pasadas, los viejos centros
organizadores del poder declinante eran alcanzados por un poder ascendente, el
de nuevos centros organizadores capaces de sobrepasar el poder de sus predecesores
no sólo financiera sino también militarmente. Esto fue el caso de los
holandeses respecto a los genoveses, de los británicos respecto a los
holandeses y de los norteamericanos en relación a los británicos.
En la actual expansión financiera, en
contraste, el declinante poder de los viejos centros organizadores no se ha
asociado mediante una fusión en un orden superior, sino con una escisión entre
poder militar y financiero. Mientras el poder militar se ha centralizado aún
más en manos de los Estados Unidos y de sus más estrechos aliados occidentales,
el poder financiero se ha llegado a dispersar entre un conjunto multicolor de
organizaciones territoriales y no territoriales que, de facto o de iure, no
pueden ni remotamente aspirar a alcanzar las capacidades militares globales de
los Estados Unidos. Esta anomalía señala una ruptura fundamental con el modelo
evolutivo que ha caracterizado la expansión del capitalismo mundial durante los
últimos 500 años. La expansión a través de la trayectoria establecida se encuentra
en un “impasse” -un “impasse” que se refleja en la generalizado sensación de
que la modernidad e incluso la historia está llegando a su final, que hemos
entrado en una fase de turbulencia y caos sistémico sin precedentes en la era
moderna (Rosenau, 1990: 10; Wallerstein, 1995: 1, 268), o que una “niebla
global” ha descendido sobre nosotros para cegarnos en nuestro camino hacia el
tercer milenio (Hobsbawm 1994: 558-9). Mientras el “impasse”, la turbulencia y
la niebla son totalmente verdaderas, una mirada más cercana a la extraordinaria
expansión económica del Este de Asia (que de aquí en adelante entenderemos que
incluye el sudeste asiático) puede proporcionar algunas enseñanzas sobre el
auténtico nuevo tipo de orden mundial que puede emerger en los márgenes del
caos sistémico que se avecina.
En un reciente análisis comparativo de tasas
de crecimiento económico desde la mitad de la década de 1870, el Union Bank de
Suiza no encontró “nada comparable con la experiencia de crecimiento económico
de Asia [del Este de Asia] durante las tres últimas décadas”. Otras regiones
crecieron tan rápidamente durante las trastornos de épocas de guerra (por
ejemplo, Norteamérica durante la Segunda Guerra Mundial) o después de tales
trastornos (por ejemplo, Europa Occidental después de la Segunda Guerra
Mundial). Pero “las tasas de crecimiento de la renta anual por encima del ocho
por ciento obtenidas por numerosas economías asiáticas [del sudeste asiático]
desde el final de los años sesenta no tienen precedentes en 130 años de
historia económica documentada”. Este crecimiento es aún más notable por
haberse registrado a la vez que en el resto del mundo se producía un total
estancamiento, o estaba cerca del estancamiento, y por haberse “propagado como
una ola” desde Japón a los Cuatro Tigres (Corea del Sur, Taiwan, Singapur y
Hong Kong), y de allí a Malasia y Tailandia, y después a Indonesia, China y,
más recientemente, a Vietnam (Union Bank of Switzerland, 1996: 1).
Incluso más impresionantes aún han sido los
avances del Este de Asia en el campo de las altas finanzas. La participación
japonesa en el total de activos de los cincuenta mayores bancos del mundo según
la clasificación de Fortune se incrementó desde el 18% en 1970, hasta el 27% en
1980 y el 48% en 1990 (Ikeda, 1996). Por reservas en divisas, la participación
del Este de Asia en los diez mayores holdings bancarios se incrementó del 10%
en 1980 al 50% en 1994 (Japan Almanac, 1993 y 1997). Resulta claro que si los
Estados Unidos no tienen “el dinero necesario para poder realizar el tipo de
presión que producirá resultados positivos” -como previsoramente deploraba el
alto responsable de la política exterior de EEUU-, los estados del Este de
Asia, o al menos algunos de ellos, tienen todo el dinero necesario para ser inmunes
al tipo de presión que está llevando a los estados de todo el mundo -incluidos
los Estados Unidos- a someterse a los dictados de la creciente movilidad y
volatilidad del capital (véase la sección II).
Irónicamente, esta altamente significativa,
aunque parcial, inversión de la suerte de los Estados Unidos por una parte, y
de los estados del este asiático por otra, se originó por las mayores
injerencias de Estados Unidos sobre la soberanía de los estados del este
asiático desde el inicio de la Guerra Fría. La ocupación militar unilateral de
Japón en 1945 y la división de la región como consecuencia de la Guerra de
Corea en dos bloques antagónicos crearon, en palabras de Bruce Cumings unos
proamericanos “regímenes verticales solidificados mediante tratados bilaterales
de defensa (con Japón, Corea del Sur, Taiwan y Filipinas) y dirigidos por un
Departamento de Estado que dominaba sobre los ministerios de asuntos exteriores
de estos cuatro paises”.
Todos se convirtieron en estados
semisoberanos, profundamente penetrados por las estructuras militares de EEUU
(control operativo sobre las fuerzas armadas surcoreanas, la Séptima Flota
patrullando por los istmos de Taiwan, dependencias de defensa para estos cuatro
paises, bases militares en sus territorios) e incapaces de una política
exterior independiente o de tomar iniciativas de defensa...Así, hubo menores
relaciones a través del telón militar iniciado a mitad de las década de los
años cincuenta, así como bajos niveles de intercambio comercial entre Japón y
China, o Japón y Corea del Norte. Pero la tendencia dominante hasta la década
de 1970 fue un régimen unilateral americano fuertemente predispuesto hacia
formas militares de comunicación. (Cumings, 1997: 155)
Dentro de este “régimen unilateral americano”
Estados Unidos se especializó en proporcionar protección y en perseguir el
poder político regional y global, mientras sus estados-vasallos del este
asiático se especializaban en el comercio y en la obtención de ganancias. Esta
división del trabajo ha sido par-ticularmente importante en las relaciones
norteamericano-japonesas configuradas a lo largo de la era de la guerra fría y
hasta el presente. Como Franz Schurmann (1974: 143) escribió, cuando el
espectacular ascenso económico de Japón apenas acababa de comenzar, “liberados
de la carga de los gastos de defensa, los gobiernos japoneses han encauzado
todos sus recursos y energías hacia un expansionismo económico que consigue
atraer riqueza a Japón y extender sus negocios a los más lejanos lugares del
globo”. La expansión económica de Japón, a la vez, generó un proceso de “bola
de nieve” que concatenó la búsqueda de oportunidades de inversión en la región
circundante, con el gradual reemplazamiento del patronato de EEUU como fuerza
impulsora principal de la expansión económica del Este de Asia (Ozawa, 1993: 130-1; Arrighi,
1996: 14-16).
Con el tiempo este proceso de bola de nieve
despegó, el régimen militarista de Estados Unidos en el Este Asia había
comenzado a descomponerse, ya que la Guerra de Vietnam destruyó lo qué la
Guerra de Corea había creado. La Guerra de Corea había instituido el régimen
proamericano del Este de Asia que excluía a China continental del intercambio
normal comercial y diplomático con la parte no comunista de la región, mediante
el bloqueo y las amenazas de guerra respaldadas por “un archipiélago de
instalaciones militares estadounidenses” (Cumings, 1997: 154-5). La derrota en
la Guerra de Vietnam, por el contrario, forzó a los Estados Unidos a permitir a
China continental el intercambio normal comercial y diplomático con el resto
del Este de Asia, ensanchándose de esa manera el alcance de la expansión e
integración económica de la región (Arrighi, 1996).
Este resultado transformó, sin eliminarla, la
previa desproporción de la distribución de las fuentes de poder en la región.
El ascenso de Japón a potencia industrial y financiera de importancia global
transformó la previa rela-ción de vasallaje de la política y economía japonesa
con los Estados Unidos en una relación de mutuo vasallaje. Japón continuó
dependiendo de los Estados Unidos para la protección militar; pero la
reproducción del aparato productivo y protector norteamericano vino a depender
incluso más críticamente de la industria y finanzas japonesas. A la vez, la
reincorporación de China continental a los mercados regio-nales y globales
devolvió al juego a un estado cuyo tamaño demográfico, abundancia de recursos
laborales y crecimiento potencial sobrepasaba por un amplio margen al de todos
los otros estados que operan en la región, incluidos los Estados Unidos. Menos
de veinte años después de la misión de Richard Nixon en Beijing, y menos de
quince después del restablecimiento de rela-ciones diplomáticas entre los
Estados Unidos y la República Popular China (RPC), este gigantesco “contenedor”
de capacidad laboral ya parece dispuesto a llegar a ser nuevamente el poderoso
atraedor de fondos que había sido antes de su incorporación subordinada en el
sistema mundial eurocéntrico.
Si el atractivo principal de la RPC para el
capital extranjero han sido sus reservas enormes y ultracompetitivas de
trabajo, el “casamentero” que ha facilitado el encuentro del capital extranjero
capital y el trabajo chino es la diáspora capitalista de los chinos en el
exterior.
Atraídos por la capacidad de China como
fuente de trabajo a bajo coste, y por su potencialidad creciente como un
mercado que contiene la quinta parte de la población mundial, los inversores
extranjeros continúan vertiendo dinero en la RPC. Alrededor del 80% de ese
capital procede de los chinos del exterior, refugiados por la pobreza, el
desorden y el comunismo, que de ser objeto de las más picantes ironías han
pasado a ser ahora los financiadores favoritos de Beijing y modelos para la
modernización. Incluso los japoneses frecuentemente confían en los chinos en el
exterior para engrasar su camino hacia China. (Kraar, 1994: 40)
De hecho, la confianza de Beijing en los
chinos del exterior para facilitar la reincorporación de China continental en
los mercados regionales y mundiales no es la auténtica ironía de la situación.
Como Alvin So y Stephen Chiu (1995: cap. 11) han mostrado, la estrecha alianza
política que se estableció en la década de 1980 entre el Partido Comunista
Chino y los capitalistas chinos del exterior tenía un perfecto sentido desde el
punto de vista de sus respectivos objetivos. La alianza facilitó a los chinos
del exterior oportunidades extraordinarias de beneficiarse de la intermediación
comercial y financiera, mientras facilitó al Partido Comunista Chino unos
medios altamente efectivos para matar dos pájaros de un tiro: para mejorar la
economía doméstica de China continental y, a la vez, para promover la
unificación nacional de acuerdo con el modelo “una nación, dos sistemas”.
La auténtica ironía de la situación es que uno
de los legados más sobresalientes de siglo diecinueve, las invasiones
occidentales sobre la soberanía china, emerge ahora como un instrumento
poderoso de la emancipación china y del este asiático respecto del dominio
occidental. La diáspora china fue durante largo tiempo un componente integral
del tributo indígena del Este de Asia al sistema comercial dominado por la
China imperial. Pero las mayores oportunidades para su expansión vinieron con
la incorporación subordinada de ese sistema dentro de las estructuras del
sistema mundial eurocéntrico como resultado de las Guerras del Opio. Bajo el
régimen americano de la Guerra Fría, el papel tradicional de la diáspora como
intermediario comer-cial entre la China continental y las regiones marítimas de
circunvalación fue ahogado, tanto por el embargo norteamericano sobre el
comercio con la RPC, así como por las restricciones de la RPC sobre el comercio
interior y exterior. No obstante, la expansión de las redes estadounidenses de
poder y de las redes japonesas de negocio en las regiones marítimas del Este de
Asia, proveyeron a la diáspora de una gran abundancia de oportunidades de
ejercer nuevas formas de intermediación comercial entre estas redes y las redes
locales que controla. Y como las restricciones sobre el comercio con China, y
en el interior de la RPC, se relajaron, la diáspora rápidamente surgió como la
única y más poderosa agencia de la reunificación económica de la economía
regional del este asiático (Hui, 1995).
Es demasiado pronto para decir qué tipo de
formación económico-política surgirá finalmente de esta reunificación y hasta
donde puede llegar la rápida expansión económica de la región del este
asiático. Por lo que sabemos, el ascenso actual del Este de Asia hasta llegar a
ser el mayor centro dinámico de los procesos de acumulación capital a escala
mundial, puede muy bien ser el preámbulo a un “recentramiento” de las economías
regionales y mundiales sobre China, como estuvieron en tiempos premodernos.
Pero sin saber lo que realmente sucederá o no, los aspectos principales del
continuo renacimiento económico del este asiático son suficientemente claros
como para proporcionarnos algunas señales de su probable futura trayectoria y
de sus implicaciones para la economía global en su conjunto.
En primer lugar, el renacimiento es tanto el
producto de las contradicciones de la hegemonía mundial norteamericana como de
la herencia geohistórica del Este de Asia. Las contradicciones de la hegemonía
mundial norteamericana conciernen primariamente a la dependencia del poder y la
riqueza estadounidense respecto a una forma de desarrollo caracterizada por los
altos costes de reproducción y de protección -esto es, sobre la formación de un
mundo que comprende, por un lado, un aparato militar intensivo en capital y, por
otra parte, la difusión de despilfarradores e insostenibles modelos de consumo
masivo. En ninguna parte han sido estas contradicciones más evidentes que en el
Este de Asia. Las guerras de Corea y de Vietnam no solo revelaran los límites
del poder real poseído por el estado de bienestar-estado militar
norteamericano. Igualmente importante es que, cuando esos límites se
estrecharon y se aflojaron, en dicha evolución los altos costes de reproducción
y de protección comenzaron a producir resultados decrecientes y a
desestabilizar el poder mundial estadounidense. Mientras tanto, la herencia
geo-histórica del este asiático, sus bajos costes comparativos de protección y
de reproducción, dieron a los gobiernos de la región y a sus agencias de
negocios una ventaja competitiva decisiva en una economía global más
estrechamente integrada que antes. No se sabe si esta herencia se conservará.
Pero por ahora la expansión asiática oriental ha sido el “vehículo tendedor de
vías” para una trayectoria de desarrollo mucho más económica y sostenible que
la trayectoria estadounidense.
En segundo lugar, el renacimiento se ha
asociado con una diferenciación estructural del poder en la región que ha
dejado a los Estados Unidos el control de la mayoría de los revólveres, a Japón
y a la China exterior el control de la mayoría del dinero, y a la RPC el
control de la mayoría del trabajo. Esta diferenciación estructural -que no
tener precedentes en las anteriores transiciones de hegemonía- hace sumamente
inverosímil que ningún estado de los que operan en la región, los Estados
Unidos incluidos, adquiera por si solo las capacidades necesarias para llegar a
ser hegemónico regional y globalmente. Sólo una pluralidad de estados, actuando
concertadamente entre sí, tiene alguna oportunidad de generar un nuevo orden
mundial basado en el Este de Asia. Esta pluralidad pudiera incluir a los
Estados Unidos y, en todo caso, las políticas estadounidenses hacia la región
permanecerán como un factor importante, entre otros, en la determinación de si surgirá
realmente, y cuándo y cómo, tal nuevo orden mundial basado en el Este de Asia.
En tercer lugar, el proceso de integración y
expansión económica de la región del este asiático es un proceso
estructuralmente abierto al resto de la economía global. En parte, esta
apertura es una herencia de la naturaleza intersticial de un proceso que se
desarrolla en relación con las redes de poder de los Estados Unidos. En parte,
se debe al importante papel jugado por las redes informales de negocios con
ramificaciones a lo largo de la economía global en la promoción de la
integración de la región. Y en parte, se debe a la dependencia continua del
Este de Asia de otras regiones de la economía global para obtener materias
primas, alta tecnología y productos culturales. Los fuertes conexiones
delanteras y traseras que conectan la economía regional asiática oriental al
resto del mundo es un buen augurio para el futuro de la economía global,
siempre que la expansión económica de Este de Asia no sea llevada a un fin
prematuro por los conflictos internos, la mala administración, o la resistencia
estadounidense a la pérdida de poder y prestigio, aunque no necesariamente de
riqueza y bienestar, que acarrearía el recentramiento de la economía global
sobre el Este de Asia.
Finalmente, el ensamblaje de la integración y
expansión económica del Este de Asia con su herencia geohistórica significa que
el proceso no puede duplicarse en otra parte con resultados igualmente
favorables. La adaptación al emergente liderazgo económico del este asiático
sobre la base de la herencia geohistórica propia de cada región más que los
equivocados intentos de repetir la experiencia del este asiático fuera de
contexto o los, aun más equivocados, intentos de reafirmar la supremacía
occidental en base a una defectuosa evaluación del poder real que posee el
complejo militar-industrial de Estados Unidos- es el curso de acción más
prometedor para el resto de los estados. Por supuesto, un asunto totalmente
distinto es si se trata de una expectativa realista.
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